Por Jesús Vega
Los cristianos tendemos a categorizar los pecados, calificando algunos como pequeños e intrascendentes, y a otros como enormes y de gran alcance debido al daño que causan. En realidad, nadie peca sin afectar a otros.
Si separamos el pecado de Adán y Eva de su contexto, pocos considerarían que cometieron una gran transgresión. Lo único que hicieron fue comer el fruto de un árbol con un letrero que decía: “No comer”. Hoy en día, a la gente no le importa ignorar las instrucciones, incluso cuando se tratan de los mandamientos bíblicos.
Pero Dios tiene una perspectiva muy diferente de nuestros pecados. Cada uno de ellos tiene consecuencias negativas. La desobediencia de Adán y Eva llevó al dolor y a la frustración en dos aspectos básicos: las relaciones interpersonales y el trabajo con propósito. Toda la Tierra cayó bajo la maldición del pecado, y todas las personas desde entonces hemos nacido con una naturaleza pecaminosa que nos aleja del Señor.
Esa primera rebelión sumió a la humanidad en una condición terrible. La civilización está plagada de ramificaciones de los pecados cometidos a lo largo de los siglos. El pecado no solo causa sufrimiento; también nos roba lo mejor de Dios. El huerto del Edén está cerrado a la humanidad pecadora.
El perdón de Cristo es nuestra única esperanza real en este mundo caído. Aunque no sea agradable, a veces es necesario enfocarnos en las consecuencias del pecado para que recordemos la grandeza de nuestra salvación y para motivarnos a obedecer a Dios, incluso en las cosas más pequeñas.