Fuente: es.aleteia.org
El venezolano Jacinto Convit, que hizo frente a una enfermedad bíblica, aconsejaba lo que él mismo practicaba… y vivió 100 años!
Jacinto Convit (1913-2014), también conocido como “el José Gregorio Hernández de La Pastora”, fue un médico venezolano, esmerado investigador e insigne dermatólogo que atendía en los consultorios anexos al famoso Hospital Vargas de Caracas, el mismo donde entregó sus mejores horas de trabajo en investigación el doctor José Gregorio Hernández. Convit recordaba al muy querido médico venezolano –ya santo para todo este pueblo que hoy va camino de los altares- porque era un hombre entregado a sus pacientes, sin la menor intención de lucrar, además de un científico admirado cuyos trascendentales logros en el campo de la medicina daban cuenta de una carrera profesional centrada en una inequívoca vocación para sanar. Después de todo, ¿no es esa la motivación fundamental de un médico, la de ofrecer alivio al prójimo afligido?
Allí, hasta casi sus cien años de edad, trabajó intensa y diariamente, con una entrega admirable, en los laboratorios contiguos, buscando afanosamente la cura del cáncer de mama, la segunda causa de muerte en Venezuela. En una ocasión lo entrevistamos y pasamos con él toda una mañana. En aquél momento tenía 92 años y se conducía con la agilidad y lucidez propia de una persona de 50. “Sólo pido a Dios que me conceda un par de años más para llegar a la vacuna contra el cáncer de mama”, decía obsesionado. No fueron suficientes. Falleció a los 100 años de edad sin culminar su noble propósito pero dejando avances muy importantes que sus sucesores continúan desarrollando.
Este afamado médico y científico, conocido básicamente por desarrollar la vacuna contra la lepra, recibió el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica de 1987 y fue nominado al Premio Nobel de Medicina en 1988 por haber inoculado el bacilo de la lepra en armadillos de la familia Dasypodidae; obtuvo el Mycobacterium leprae, que mezclado con la BCG (vacuna de la tuberculosis), produjo la inmunización.
La labor del doctor Convit era incansable y sus horas pasaban entre el laboratorio y la atención a sus pacientes, a los que jamás abandonó. Llegaban de todas partes, hacían fila en los pasillos que conducían a su puerta y él, de tanto en tanto, salía a darles ánimos y asegurarles que pronto serían atendidos. Les daba un trato digno, sin reparar su condición social. Venía gente muy humilde, viejitas con sus bolsas de papel marrón bajo el brazo conteniendo quién sabe qué; jóvenes con recetas arrugadas de tanto manoseo; señores con las manos callosas que delataban el trabajo inclemente, a todos atendía, enfundado en su impecable bata blanca, sus cómodos mocasines de suela anti-resbalante y una expresión bondadosa, iluminada por unos ojos de refulgente azul que miraban compasivos desde sus casi dos metros de estatura.
A su avanzada edad, aún atendía una veintena de pacientes al día, aparte de conducir un equipo de investigación de primera línea que él mismo había integrado, entrenado y mantenía con pericia. Les infundía mística así como se trasfunde sangre fresca a un organismo agotado. Como si fuera poco, tenía tiempo para los jóvenes que acudían a consultar su opinión y escuchar su orientación de profesor emérito.
Luego de varias horas de trabajo a fin de poner su vida en la pantalla de la televisión y preservar su esfuerzo, sus principios, valores y méritos para las venideras generaciones, aún a riesgo de que soltara un discurso sofisticado en lenguaje de científico renombrado, preguntamos con curiosidad cuál era el secreto de su vitalidad y envidiable lucidez, cómo se llegaba a su edad en esas condiciones. Y, sin vacilar ni solo un instante, dijo con solemnidad: “El amor cura, el odio mata…no odies jamás, ama y verás que la vida fluye como agua limpia”. Así hablaba este extraordinario ser humano que pasó un siglo sanando a Venezuela.
Un consejo que, aún en medio de situaciones como las que vivimos los venezolanos, que presionan en contrario, nos cuidamos de observar.