El acosador espera la pasividad de quien lo recibe y, sea por imponerse o por pura burla, el mismo siempre persigue la satisfacción egoísta del emisor, que no piensa que sus acciones son claramente una violación del espacio personal del otro.
Por Irmgard De La Cruz
Es muy difícil que no se escuche, al menos una vez en la vida, que un desconocido te dirija la palabra por la calle, haciendo comentarios alusivos a tu persona o a tu cuerpo, si se es mujer. Incluso, en el mundo occidental, es casi imposible imaginarlo. Ese tipo de comportamiento inapropiado que pretende dominar, imponer una cosmovisión que restringe el espacio público de la otra persona e invade, a su vez, el espacio personal de la misma, rara vez es llamado por su nombre: violencia, agresión verbal o –como prefieren llamarlo algunos especialistas de género, sostenidos en la teoría de la interacción social—violencia simbólica.
Como muchos otros conceptos que están mayor o estrechamente vinculados a mujeres, preferimos ponerle apodos que aligeren o disimulen el asunto. Así como una mujer o un hombre evita hablar de menstruación sin antes recurrir a hablar de “la luna”, “la regla”, “el periodo” o “eso que le da a las mujeres cada mes”; rara vez alguien se atreve a hablar de acoso callejero de manera explícita. Hacerlo es un drama, una exageración, o una falta de respeto por parte de las feministas millenials. Son “piropos”, “caballerismo”, “galantería” o “silbidos”, en su mayoría bien intencionados, y que deberían ser aceptados e incluso agradecidos porque “evocan admiración por la belleza de la otra persona” aunque no se le conozca.
Este fenómeno, que ha venido siendo estudiado a nivel social de forma relativamente reciente, por instituciones internacionales como ONU Mujeres a través del programa “Ciudades Seguras” o el Observatorio contra el Acoso Callejero en Chile (OCAC), creado en 2013 y que ahora se encuentra expandido en varios países de América del Sur, han venido realizando una labor que ha impulsado una labor de concientización sumamente importante sobre el tema al punto que han logrado, con el esfuerzo y apoyo de otras ONG, que México ya esté multando a los chifleros en la calle, que Guatemala y Argentina tenga un proyecto de ley vigente en el congreso para penalizar este tipo de violencia, o que Francia, el caso más reciente, haya puesto su ordenamiento jurídico a favor del derecho de las personas a transitar libremente sin que sea juzgada la forma en la que le da libre uso al espacio público.
Bueno, parecería que las líneas se encaminan cada vez hacia un tono más serio y, quizás, reaccionario para algunos. ¿Qué tal si nos detenemos un momento a desentrañar en los motivos y en las razones que generan este comportamiento—generalmente apreciado—en los hombres hacia las mujeres?
Apropiación y cosificación del cuerpo femenino
El acoso callejero posee un común denominador: las connotaciones que acompañan los mensajes verbales, miradas y gestos del acosador casi siempre son de índole sexual. Quien acosa se siente en el derecho de halagar, medalaganariamente, la vestimenta o el cuerpo de la persona que pasa por la calle, ya sea de forma explícita o a modo de un “saludo cariñoso” o una frase que pretende ser jocosa. El silencio, bajar la mirada o ignorar al acosador es tomado por éste como una señal de aprobación. Es como si la persona acosada le dijera: “he escuchado lo que dices, y no lo respondo por pudor, vergüenza o recato”. En el caso de que el acosador interprete el ser ignorado de forma negativa, este siente que ha conseguido un pase para añadir improperios, insultos y hasta tocar físicamente a la persona acosada.
Todo esto es tomado por la sociedad como una conducta completamente normal, como normal es que se le adjudiquen a hombres y mujeres ciertos roles y expectativas culturales que dirijan su comportamiento, su vestimenta y formas de pensar por algo tan arbitrario como el sexo de la persona. Entender la diferenciación sexual como la causante de la diferenciación social entre las personas es lo que se entiende por “género” (Billi, 2015), y al imaginario en torno a estas diferenciaciones, estereotipos de género. Y sí, adivinaron: toda esta estructura viene heredada de un sistema patriarcal y paternalista, que entiende que las mujeres pertenecen al espacio privado y el hombre, al espacio público. Es por eso que, aunque el acoso ya ha trascendido cuestiones de género y encontramos a mujeres que también pretenden acosar públicamente a los hombres, es más común que el espacio público se perciba como un terreno masculino, donde cualquier exposición femenina debe de ser apropiada, dominada o conquistada por el hombre para resaltar su virilidad ante los demás hombres.
Los agresores son las víctimas
Reflexionar sobre este tipo de acoso desde una perspectiva sistémica, y entendiendo el sistema como una construcción social que ha sido forjada durante siglos sobre la base del machismo nos hace entender que, como ha de esperarse, es la mujer la que tiene la culpa de exponerse al público y “provocar” a los hombres con su feminidad.
Por lo tanto, en esta lucha de poder por el derecho al uso del espacio público, descubrimos de repente que las principales víctimas son los agresores.
Aunque no guardo rencores porque soy consciente de los males de la ignorancia, siempre recuerdo un caso que me sorprendió y me hizo querer hablar de este tema. Esto me sucedió a mí:
– Un amigo fue a visitarme a casa. Yo tenía puesta una blusa y unos pantalones jeans “muy cortos”— alguien que me explique los parámetros de largo y ancho de la ropa para considerarla “recatada” o “atrevida”, porque nunca los he entendido—. Lo encamino hacia donde se dirigiría después porque queda en mi ruta. Notamos la presencia de unos hombres que sacaron sillas para charlar en la acera. El comportamiento de mi amigo cambia de un momento a otro, como quien ha resuelto la fórmula de una larga ecuación matemática: divisa a los hombres a una distancia prudente para darse el tiempo de moverme del lado de la acera opuesto a la calle, coloca mi mano en la espalda como si me empujara entre una ola de paparazis y esquiva a los hombres. No acabo de interiorizar lo que ha hecho cuando me dice: “¿no te diste cuenta de cómo te miraban esos hombres? Si no te hubieran visto conmigo, seguramente se propasan contigo”. Ante mi cara anonadada, y como si no me sintiera lo suficientemente ofendida por su morbo, agrega que cómo soy capaz de salir a la calle usando unos pantalones “tan cortos”.-
Aparentemente, yo me lo busqué, sólo yo soy la culpable de salir con pantalones cortos en pleno verano porque sentía calor. Le debía a mi amigo el agradecimiento total de ser mi único protector y salvador de miradas que hubieran sido “avasallantes” para mí, si su virilidad reivindicada no me hubiera protegido, a la vez que les decía a esos hombres un mensaje claro: “a esa no, porque ella anda conmigo”.
En un pequeño material de críticas y micro ensayos publicados por la OCAC (2015) se encuentran las palabras de Mónica Molina, que resaltan lo descrito en esta y muchas otras vivencias similares:
“Bajo estas imposiciones de moralidad femenina y la permanente dependencia de la mirada y juicio del otro , las mujeres permanecen encerradas en un cerco invisible que limita el territorio dejado a los movimientos y al desplazamiento del cuerpo, en formas de mandatos disfrazados de recomendaciones como “no andar de noche, no andar por sitios peligrosos, no vestirse provocativamente”. De ello se desprende que es la mujer la responsable de las agresiones que pueda experimentar en los espacios públicos en caso de que “desobedezca” aquellas normas de protección. Por lo tanto, si es agredida mientras camina sola de noche, en lugares peligrosos o con ropa poco recatada, suele señalarse: “es que ella se lo buscó”, “quién la manda a andar sola por esos lados”, “es lógico que le pasara algo así, si le gustaba usar escote” “(Mónica Molina, p.9)
Acoso callejero como preámbulo de otros tipos de violencia
En el mismo material anteriormente descrito, se describe cómo las víctimas de acoso callejero comienzan a recibirlo desde edad temprana, también cómo el mismo ha llevado a que se ejerza violencia física.
El acoso sexual callejero comienza, muchas veces, a los nueve o diez años, y a los 14 años promedio. (OCAC, 2014) Como es la edad crucial en la formación de la identidad, la situación cobra aún más relevancia. Tres de cada cuatro personas han sufrido acoso callejero en los últimos doce meses, el 73,31% de los casos ha sufrido acoso verbal y el 37,78%, acoso físico, “agarrones”, encerrones, entre otros (OCAC, 2015).
Además, es indiscutible que el mismo genera estrés, ansiedad, culpa y en muchas personas es una razón definitiva para cambiar su comportamiento habitual esquivando ropas “provocativas” o cambiando de calles y aceras donde pudieran encontrarse con los acosadores. La blogger y activista social Mar Pilz (2018) realizó una encuesta por redes sociales para saber qué tanto incidía el acoso callejero en la salud mental de las personas, y a través de este experimento consiguió dar con 548 respuestas de las cuales, un 77% afirmó que les da miedo salir solas por la calle, mientras que un 43.1% afirmó haber evitado salir a la calle por el miedo a recibir acoso.
Un estudio realizado por la revista Runner´s World en 2016 en EEUU, realizó una encuesta de mucho mayor alcance: más de 4,600 seguidores fueron entrevistados, de los cuales “el 63% de las mujeres aseguró elige los recorridos para correr pensando en cuáles tienen menos posibilidades de que aparezca una persona que vaya a lastimarlas”, mientras que el 41% de ellas afirma caminar por lugares donde creen que recibirán menos atención “no solicitada” como gritos, piropos o bocinazos (Martínez, 2016).
Fuera de estos estudios realizados por personas tanto independientes como medios de comunicación e instituciones, está también un hecho que todavía no se ha discutido de manera abierta, y es cómo la normalización de este acoso ha sido utilizada por los desaprensivos para encubrir robos, asaltos y violaciones.
Invertir el papel sigue siendo parte del problema
Tampoco dejaremos de mencionar los casos menos frecuentes, pero aun así latentes, de mujeres que pretenden silbar o dirigir frases obscenas hacia los hombres en público, sea intentando “pagarles con la misma moneda” o porque entienden que deben competir con el derecho que muchos hombres se han adjudicado, al intentar imponer sus acciones a las mujeres.
Una cosa debe quedar clara, más allá de cuestiones como género y sexo: Ninguna persona tiene el derecho de dirigirle la palabra a otra, ni hacer comentarios sobre su persona, su cuerpo o sus actitudes, si los mismos no provienen de una conversación generada previamente.
El acoso callejero siempre es unidireccional: el acosador espera la pasividad de quien lo recibe y, sea por imponerse o por pura burla, el mismo siempre persigue la satisfacción egoísta del emisor, que no piensa que sus acciones son claramente una violación del espacio personal del otro.
Sería interesante que las discusiones sobre este respecto motivaran a la documentación del acoso que reciben los hombres por parte de las mujeres u otros hombres, delimitar bajo qué circunstancias y con cuáles implicaciones.
Esto no es cuestión de competencia, ni guerra de “sexos”: invertir el papel sigue siendo parte del problema.
INFOGRAFIA
Martínez, J. (2016). Correr siendo mujer: Enfrentar el acoso. [Mensaje dejado en un blog] Recuperado de: www. atletas.info/running/correr-siendo-mujer-enfrentar-el-acoso/
Pilz, Mar (2018). Cómo afecta el acoso callejero a nuestra salud mental. [Mensaje dejado en un blog]. Recuperado de: https://www.locarconio.com/2018/05/como-afecta-el-acoso-callejero-a-nuestra-salud-mental/
ONU mujeres (2017). Espacios públicos seguros. Recuperado de: http://www.unwomen.org/-/media/headquarters/attachments/sections/library/publications/2017/safe-cities-and-safe-public-spaces-global-results-report-es.pdf?la=es&vs=47
Arancibia J., Billi M., Bustamante G., et al (2015). Acoso sexual callejero: contexto y dimensiones. Recuperado de: www.ocal.cl/acoso-sexual-callejero-contexto-y-dimensiones/